"La incomprensión del presente nace fatalmente de la ignorancia del pasado. Pero quizá sea
igualmente vano esforzarse por comprender el pasado, si no se sabe nada del presente" M. Bloch

sábado, 30 de junio de 2012

Sobre el placer de la lectura

Acabo de terminar mi primera lectura del autor Daniel Pennac... y apostaría a que no es la última. Se trata de su célebre ensayo "Como una novela", que a mis ojos trata sobre el placer de leer, cómo se les da o se les quita a nuestros jóvenes a través de la influencia de los padres y de la escuela (una curiosidad no se fuerza, se despierta, nos dice Pennac), y sobre los derechos que el lector tiene, como lector que es.
Como acostumbro a hacer, traigo unos fragmentos que me han gustado y parecido especialmente significativos, para que podáis juzgar vosotros mismos.

Algo deprimente de todos modos, esta unanimidad...
Como si (...) el papel de la escuela se limitara siempre y en todas partes al aprendizaje de técnicas, al deber del comentario, y cortara el acceso inmediato a los libros mediante la abolición del placer de leer. Parece establecido desde tiempos inmemoriales, y en todas las latitudes, que el placer no tiene que figurar en el programa de las escuelas y que el conocimiento sólo puede ser el fruto de un sufrimiento bien entendido. (...) cuando todo, absolutamente todo en la vida escolar -programas, notas, exámenes, clasificaciones, ciclos, orientaciones, secciones-, afirma la finalidad competitiva de la institución, inducida por el mercado del trabajo.
Que el colegial, de vez en cuando, encuentre un profesor cuyo entusiasmo parece considerar las matemáticas en sí mismas, que las enseñe como una de las Bellas Artes, que haga que se las ame por la virtud de su propia vitalidad, y gracias al cual el esfuerzo se convierta en placer, depende del azar del encuentro, no del talante de la Institución.
(...)
La lectura se aprende en la escuela.
Amar la lectura...

Y yendo con el ejemplo de uno de esos maestros que sí son capaces de despertar el interes de sus jóvenes alumnos:
En la biografía que dedica al poeta Georges Perros, Jean-Marie Gibbal cita esta frase de una estudiante de Rennes donde enseñaba Perros:

"Él (Perros) llegaba la mañana del martes, desgreñado por el viento y por el frío en su moto azul y oxidada. Encorvado, con un chaquetón de marinero, la pipa en la boca o en la mano. Vaciaba una bolsa de libros sobre la mesa. Y era la vida".

Quince años después, la maravillosa maravillada sigue contándolo. Con la sonrisa puesta sobre la taza de café piensa, reúne lentamente sus propios recuerdos, y después:
- Sí, era la vida: media tonelada de libros, pipas, tabaco, un ejemplar del France-soir o de L'Equipe, llaves, carnés, facturas, una bujía de su moto... De este fárrago sacaba un libro, nos miraba, soltaba una risa que nos daba apetito, y comenzaba a leer. Caminaba mientras leía, una mano en el bolsillo, la otra, la que sostenía el libro, un poco tensa, como si, leyéndolo, nos lo ofreciera. Todas sus lecturas eran regalos. No nos pedía nada a cambio. Cuando la atención de alguno o alguna de nosotros flaqueaba, abandonaba la lectura un segundo, miraba al dormido y silbaba. No era una reprimenda, era una alegre devolución a la conciencia. No nos perdía jamás de vista. Hasta en lo más profundo de su lectura, nos contemplaba por encima de los renglones. Tenía una voz sonora y luminosa, un poco aterciopelada, que llenava perfectamente el volumen de las clases (...) Asumía instintivamente las medidas del espacio y de nuestros cerebros. Era la caja de resonancia natural de todos los libros, la encarnación del texto, el libro hecho hombre. Por su voz descubríamos de repente que todo aquello había sido escrito para nosotros. Este descubrimiento intervenía después de una interminable escolaridad en la que la enseñanza de la Literatura nos había mantenido a una distancia respetuosa de los libros. Así pues, ¿qué hacía él que no hubieran hecho otros profesores? Nada. En determinados aspectos, hacía incluso menos. Sólo que, mira, no nos entregaba la literatura en un cuentagotas analítico, nos la servía en dosis generosas... Y entendíamos todo lo que nos leía. Lo entendíamos. No había más luminosa explicación del texto que el sonido de su voz cuando anticipaba la intención del autor, revelaba una segunda intención, desvelaba una alusión..., imposibilitaba el contrasentido.
(...)
Nos daba una hora de clase a la semana. Esa hora se parecía a su macuto: una mudanza. Cuando nos abandonó al fin del año, eché cuentas: Shakespeare, Proust, Kafka, Vialatte, Strindberg, Kierskegaard, Molière, Beckett, Marivaux, Valéry, Huysmans, Rilke, Bataille, Gracq, Hardellet, Cervantes, Laclos, Cioran, Chéjov, Henri Thomas, Butor... Los cito en desorden y olvido muchos. ¡En diez años, no había oído ni la décima parte!
Nos hablaba de todo, nos lo leía todo (...). Nos tomaba por lo que éramos, unos jóvenes bachilleres incultos y que merecían saber. Y ni hablar de patrimonio cultural, de sagrados secretos pegados a las estrellas; en su caso, los textos no caían del cielo, los recogía del suelo y nos los daba a leer. Todo estaba allí, alrededor de nosotros, pletórico de vida. Recuerdo nuestra decepción, al principio, cuando abordó las grandes figuras, aquellos de quienes nuestros profesores, pese a todo, nos habían hablado, los poquísimos que creíamos conocer bien: La Fontaine, Molière... En una hora, perdieron su estatuto de divinidades escolares para hacérsenos íntimos y misteriosos..., es decir, indispensables. Perros resucitaba los autores. Levántate y anda: de Apollinaire a Zola, de Brecht a Wilde, todos acudían a nuestra clase, completamente vivos, como si salieran de chez Michou, el café de enfrente. Café donde a veces nos ofrecía una seguda parte. No jugaba, sin embargo, al profe-colega, no era su estilo. Perseguía pura y simplemente lo que denominaba su "curso de ignorancia". Con él, la cultura dejaba de ser una religión de Estado y la barra de un bar era una cátedra tan presentable como una tarima. Nosotros mismos, al escucharlo, no sentíamos deseos de entrar en religión, de vestir el hábito del saber. Teníamos ganas de leer, y punto... Así que se callaba, desvalijábamos las librerías de Rennes y de Quimper. Y cuanto más leíamos, más ignorantes, en efecto, nos sentíamos, solos sobre la arena de nuestra ignorancia, y frente al mar. Sólo que, con él, ya no teníamos miedo de mojarnos.

 Tiene otro libro en el que también trata cuestiones sobre pedagogía y enseñanza (yo ya he tomado nota y antes o después acabaré leyéndolo): "Mal de escuela".

listal.com

Saludos

viernes, 8 de junio de 2012

En clase de Arcadi Oliveres

Hace algún tiempo, allá por septiembre del 2011 si la memoria no me falla, tuve el placer de asistir a una serie de ponencias sobre los Objetivos del Milenio en las que participaba el profesor Arcadi Oliveres. Yo lo había conocido antes, a través de la red, probablemente uno de sus mayores medios de difusión, junto a su aula y sus publicaciones, entrevistas y apariciones (en Plaça Catalunya junto a los indignados, sin ir más lejos). Fue al verle entre los ponentes participantes, de hecho, cuando me decidí a asistir al ciclo de conferencias, no sin antes reclutar a unos cuantos compañeros de la facultad.
Bien, hoy he podido asistir a dos de sus clases, gracias a quienes tuvieron la iniciativa de grabarlas, y a quienes nos facilitan el acceso a los vídeos: los compañeros del proyecto "Documental sobre Arcadi Oliveres".  Desde aquí, muchas gracias y la mejor de las suertes con vuestra iniciativa.

¿Queréis asistir a dos horas de clase magistral con el profesor Arcadi? Os recomiendo mantener bien abiertos ojos y oídos: serán dos horas intensas en las que aprenderéis cómo funciona el sistema globalizado en el que vivimos. Una corta frase de Galeano (Patas Arriba, 1998) lo define muy bien: "Nunca tantos han sufrido tanto por tan pocos".
Sin más dilación, dejemos hablar al profesor...

Parte 1


Parte 2




Saludos

ps: No es la primera vez que traemos al Café al profesor Oliveres. Podéis ver la otra entrada que le dedicamos justo aquí.