"La incomprensión del presente nace fatalmente de la ignorancia del pasado. Pero quizá sea
igualmente vano esforzarse por comprender el pasado, si no se sabe nada del presente" M. Bloch

miércoles, 3 de agosto de 2011

Marc Bloch y el sistema educativo (II)

Viene de aquí.

He dicho que no podía presentar aquí un programa detallado de reforma, su elaboración sería muy delicada. Se imponen algunas sentencias de muerte. ¿Quién cree aún en el examen final de bachiller, en su capacidad de selección, en la eficacia intelectual de esta compresión didáctica aleatoria? Naturalmente, subsistirán varios procedimientos de selección, pues seguirán siendo necesarios; pero deberán concebirse de una manera más racional y en un número suficientemente restringido para que la vida del escolar o del estudiante deje de verse confinada a una repetición obsesiva de pruebas. De momento, me contentaré con una sugerencia muy sencilla y de aplicación muy fácil desde un principio.
Como todos mis colegas, he corregido exámenes e interrogado a candidatos. Como todos, reconozco que puedo cometer errores. Sin embargo, ¿he llegado a confundir una prueba excelente con otra muy deficiente, o incluso con una de nivel medio? Creo que raramente me ha ocurrido. Pero, cuando veo que un examinador decide que tal o cual examen de historia, por ejemplo, de filosofía, o incluso de matemáticas, merece un 13.25, y aquel de más allá un 13.5, sobre un total de 20 puntos, no puedo -con al debida consideración- evitar pensar que se trata de una broma pesada. ¿Qué bascula de precisión tiene ese hombre que le permita medir con una aproximación del 1,2 por 100 el valor de un examen de historia o un razonamiento matemático? Solicitamos encarecidamente que -a imagen y semejanza de varios países extranjeros- la escala de las notas sea reducida imperiosa y uniformemente a cinco grandes categorías: 1 o "muy deficiente", 2 o "deficiente", 3 que será "pasable", 4, equivalente a "bien", y 5, que querrá decir "muy bien" (y no "perfecto", una palabra vedada a la imperfección humana). Al menos, siempre que las notas ex aequo no presenten inconvenientes. Deberá encargarse a un matemático que estudie el problema de los concursos para plazas limitadas. Pero, también en este caso, se deben poder eludir refinamientos demasiado exagerados, cuya absurdidad no advertimos debido a que nos hemos acostumbrado con el tiempo a ellos. Cualquier cosa será mejor que una tontería inicial que degenera en injusticia.

Pero, por su parte, el abuso de exámenes quizá no sea sino uno de los síntomas de deformaciones más profundas. Una vez más, hablaré poco de la escuela primaria. En la medida en que la conozco -debo admitir que estoy menos familiarizado con ella que con el liceo y la universidad-, no se libra de defectos. Sin embargo, me parece mucho menos mal adaptada a sus fines que los centros de los dos otros niveles. Los errores de la enseñanza secundaria y superior son patentes. Pueden exponerse brevemente como sigue.

La enseñanza superior ha sido devorada por las escuelas superiores de inspiración napoleónica. Ni siquiera las facultades merecen más nombre que el que tienen. ¿Qué es la Facultad de Letras, ante todo, sino una fábrica de profesores, como la Politécnica una fábrica de ingenieros o artilleros? Cuestión de la que se deducen dos consecuencias igualmente deplorables. La primera es que preparamos mal a la investigación científica y que, por ello, nuestra investigación está feneciendo. Pregúntenle a un médico al respecto, por ejemplo, o a un historiador; si son sinceros, sus respuestas no diferirán apenas. Es uno de los factores, por cierto, que más ha perjudicado a nuestro prestigio internacional: en muchos campos, los estudiantes extranjeros han dejado de venir a visitarnos porque nuestras universidades ya no les preparan más que a pasar unos exámenes profesionales que para ellos carecen de interés. Por otra parte, al especializarlos demasiado pronto, no damos a nuestros grupos dirigentes la cultura general de alto nivel sin la cual cualquier hombre de acción no pasará nunca de contramaestre. Formamos a jefes de empresa que, pese a ser buenos técnicos -estoy dispuesto a admitirlo-, no conocen realmente los problemas humanos; a políticos que ignoran el mundo; a administradores que aborrecen las novedades. A nadie le inculcamos el espíritu crítico que sólo podría imbuirse  en las mentes a través de la contemplación y el recurso a la investigación sin trabas (pues en este punto convergen las dos consecuencias señaladas más arriba). Por último, creamos deliberadamente pequeñas sociedades cerradas, en las que se potencia el sentido de corporación, que no alienta ni la generosidad de espíritu ni la conciencia de ciudadano.
¿El remedio? Una vez más, debemos renunciar a entrar en detalles en este primer esbozo. Digamos únicamente, en dos palabras, que pedimos la reconstitución de unas verdaderas universidades, de ahora en adelante divididas no en rígidas facultades que se consideran a sí mismas patrias estancas, sino en agrupaciones versátiles de disciplinas; y, después, simultáneamente a esta gran reforma, la abolición de las escuelas especiales. Su lugar lo ocuparían algunos institutos de orientación técnica, en los que se impartiría la última fase de una formación que preparara a ciertas carreras: después, sin embargo, sería obligado el paso a las universidades. Para acabar la formación específica de determinada categoría de ingenieros, la escuela de puentes y caminos, por ejemplo, es indispensable; en cambio, nada justifica que la formación científica general, una prerrogativa de la universidad, se imparta en una escuela separada del resto por tabiques estancos, como la Politécnica.

Dos ejemplos tomados de manera imparcial en dos momentos radicalmente opuestos de nuestra historia política, permitirán sin duda comprender, mejor que largas disertaciones, la rutina con la que queremos acabar y la nueva orientación que deseamos adoptar.
Antaño vimos como el Frente Popular se propuso acabar con el cuasi monopolio de la Escuela de Ciencias Políticas, auténtico invernadero de la administración superior. Políticamente, se trataba de una idea sana. Un régimen siempre tiene derecho a no reclutar a sus servidores en un medio cuyas tradiciones le son casi unánimamente hostiles. Pero ¿qué se les ocurrió a los hombres a la sazón en el gobierno? Habrían podido optar por instaurar un gran concurso de acceso a la administración civil, análogo al admirable examen del Civil Service británico y, como él, común a todas las ramas de la administración, basado ante todo en pruebas de cultura general, y que da gran cabida, gracias a la posibilidad de combinar libremente las opciones, a los intereses y curiosidades de los alumnos; como él, por último, preparado en universidades de espíritu más abierto. Prefirieron esbozar la creación de una nueva escuela especial: una nueva Escuela de Ciencias Políticas, aún más restrictiva que su rival...
El régimen de Vichy ha suprimido las Escuelas normales. Se trata sin duda alguna de una medida fundamentalmente política. Nadie podría llamarse a engaño ante los absurdos agravios que utilizó como coartada. Las Escuelas normales daban a los institutores, y volverán a darles de nuevo, una instrucción general y una formación técnica igualmente sólidas. Sin embargo, hay que convenir en que, al salir de estos centros, forzosamente un tanto replegados sobre sí mismos y con unos programas necesariamente rígidos, a las mentes jóvenes no les resultaría inútil recuperar el contacto con medios estudiantiles más heterogéneos, así como con formas de educación más críticas y versátiles. Sustituir la Escuela normal por una estancia en los liceos, como quiso Vichy, es un contrasentido. Los futuros maestros aprenden en ellos menos de lo que se les enseñaba mejor en la antigua Escuela. Pero no vería ningún inconveniente, por mi parte, en que, una vez reinstauradas las Escuelas normales, concluyeran su ciclo de estudios con un año de trabajo muy libre en las universidades.

Hace varias décadas que se estructura y reestructura sin cesar la enseñanza secundaria. Sin duda, las incoherencias grotescas de los tres últimos años no revelan más que la incapacidad profunda del régimen para crear o coordinar nada. Pero el desequilibrio se remonta más atrás. Responde a causas profundas. El antiguo sistema humanista ha pasado a mejor vida. No ha sido sustituido. Lo que ha provocado un profundo malestar, que se trasluce de muchas maneras. Siempre ha habido malos alumnos que, más adelante, se convertían en hombres instruídos y cultos. No creo equivocarme al afirmar que este caso, en nuestros días, ha dejado en absoluto de ser excepcional. A la inversa, muchos alumnos supuestamente buenos no volverán a abrir un libro una vez acabados los estudios. A decir verdad, ¿abrieron realmente en clase los libros por más páginas que las de los "pasajes escogidos"? Al mismo tiempo, la falta de afecto que sienten los jóvenes por la enseñanza es innegable. Soy bastante viejo para recordarlo: hace unos cuarenta años se iba al liceo con más alegría; se salía de él menos gustosamente. El éxito del movimiento de los "boy-scouts" se explica por muchas razones. Entre ellas figura en primera línea, que nadie lo dude, el fracaso de la educación oficial. En su panda o patrulla, el niño encuentra lo que cada vez le aporta menos el liceo o el colegio: un mayor espíritu de equipo, unos jefes más próximos a él, unos "centros de interés" más adaptados para seducir y fijar la espontaneidad de una inteligencia fresca.
En lugar de profundizar en estas críticas, quizás valga más exponer someramente cuáles son nuestros deseos.

Queremos una enseñanza secundaria sumamente abierta. Su función consiste en formar élites sin atenerse a criterios de origen o de fortuna. De modo que, desde el momento en que debe dejar de ser (o de reconvertirse en) una educación clasista, se impondrá una selección. Probablemente siga siendo necesario un examen de entrada, que deberá ser muy sencillo y adaptado a la ingancia: una prueba de inteligencia más que de conocimientos... o de capacidad de imitación como la de los loros. Subsistirán los exámenes para pasar de nivel. Pero no de un año a otro. Pretender juzgar a un niño o a un adolescente en función del trabajo de una decena de meses es conocer mal la psicología del crecimiento; mejor dicho, es negar la filosofía del crecimiento. ¡Cuánto puede variar el desarrollo de un niño de un mes a otro!
Queremos una disciplina más acogedora en clases menos numerosas; una disciplina ejercida por maestros y administradores a los que se les habrá enseñado al menos los rudimentos de esta psicofisiología cuya existencia acabo de recordar; que los institutores la aprendan; que los profesores de enseñanza secundaria dejen de tener derecho, como ocurre hoy (¡y no siempre se privan de ejercerlo!), a ignorarla de forma radical. En lugar de tratar de plegar al niño a un régimen implacablemente uniforme, se procurará cultivar sus aficiones, e incluso sus "chifladuras". La idea de "ocio dirigido" que se arrogó Vichy con el nombre de educación general, deformándola, podía haber resultado muy fecunda. Convendrá retomarla con la ayuda de un personal joven. La educación física ocupará un lugar destacado. Ajena a cualquier exceso ridículo, a cualquier admiración beata o malsana por un atletismo de élite, será ni más ni menos lo que debe ser: un medio de fortalecer el cuerpo y, por ende, la mente; una invocación del espíritu de equipo y la lealtad.
Solicitamos una gran libertad para combinar las materias en la enseñanza: una libertad que será tanto más sencilla por cuanto la supresión del corsé de los exámenes debe propiciar una gran variedad de iniciativas. ¿Somos plenamente conscientes de que, por culpa del examen final de bachiller, Francia es actualmente uno de los pocos países en el que cualquier experimentación pedagógica, cualquier novedad que no tenga de inmediato un carácter universal, están prohibidas en la práctica? La imposición universal de la obligatoriedad del latín es un sinsentido; tanto como la uniformidad de un programa de matemáticas demasiado avanzado, ante el que algunas mentes, que quizá haya que compadecer, pero jamás condenar, se rebelan de un modo espontáneo y natural. No nos proponemos en modo alguno acabar con la tradición humanista. El latín seguirá enseñándose, en perjuicio, como es natural, de las lenguas vivas. Su conocimiento resulta indispensable para cualquier disciplina del tipo histórico. Permite acceder a una literatura cuyos ecos distan de haberse apagado. Sobre todo, el aprendizaje de una lengua de carácter sintético es una gimnasia intelectual casi insustituible. Pero para que este estudio dé frutos, debe ser serio, por lo que se le ha de asignar un número de horas suficiente. En lugar de recitar torpemente sus textos, como ocurre tan a menudo hoy, más valdría que no se impartiera en absoluto; por encima de todo, en la educación hay que eludir los enfoques aproximativos. Por ello, pese al admirable valor estetico e intelectual del griego, temo que no pueda ser mantenido, salvo con carácter excepcional: una onza de latín, algunos granos de griego..., me quedo con el buen peso del primero. Por lo demás, no deberá sentirse falsa vergüenza por recurrir a las traducciones. Del liceo no debería salir ningún alumno que no hubiera tenido contacto con las grandes obras de la Antigüedad. Es cien veces preferible haber leído, en una traducción, el texto completo de 'La Odisea' o 'La Orestíada' que contentarse con explicar penosamente dos o tres docenas de versos. Un magistrado del siglo XVIII, según cuenta Tallemant des Réaux, cuando su hijo, que estudiaba con los jesuítas, le pidió que le enviara un ejemplar de la 'Leyenda dorada', le remitió en su lugar el 'Plutarco' de Amyot: "Hijo -le escribió en una nota-, aquí tienes la vida de los santos tal como la leen las personas honestas". Dejo al parlamentario su propia opinión sobre la hagiografía. Pero ¿quién no subscribe la que le merecía la literatura griega, aunque fuera conocida, como en el caso de Amyot en un ropaje francés?

Pedimos que la educación científica, que deseamos extensiva y profunda, deje de lado con determinación lo que no es más que objeto de aprendizaje técnico. La finalidad de la enseñanza secundaria es formar espíritus y no ingenieros, químicos o agrimensores antes de tiempo. Estos especialistas encontrarán más adelante las escuelas que necesitan. Desearíamos que, sobre todo hasta la edad de catorce o quince años, se concediera una importancia mucho mayor que en el pasado a las disciplinas de la observación, entre las cuales la botánica, practicada sobre el terreno, parece destinada a ocupar un lugar preeminente. Rogamos a los matemáticos que recuerden que la función principal de la enseñanza secundaria, por ejemplo en la geometría, es mucho menos la acumulación de conocimientos (un gran número de los cuales serán en un futuro perfectamente inútiles para el conjunto de los alumnos) que un maravilloso instrumento para aguzar el raciocinio. Opinamos que pueden aligerarse de manera considerable los programas de estudios de asignaturas como la química, en los que la cantidad de fenómenos expuesta es excesiva.
Pedimos que, mediante una enseñanza de la historia y la geografía entendida en sentido amplio -personalmente añadiría, al menos en el caso de la historia: totalmente refundida-, se intente dar a nuestra juventud una imagen verídica y global del mundo. Evitemos reducir la historia, como se ha tendido a hacer últimamente, a los acontecimientos exclusívamente políticos registrados en una Europa muy cercana en el tiempo. El pasado remoto imbuye del sentido y el respeto de las diferencias entre los hombres, a la vez que despierta la sensibilidad a la poesía de los destinos humanos. En el presente, a un futuro ciudadano de Francia le es más útil hacerse una imagen justa de las civilizaciones de la India o de China que conocer de memoria el conjunto de las medidas en virtud de las cuales el "Imperio autoritario" se transmutó en un "Imperio liberal". Aquí también, como en las ciencias físicas, se impone una elección radicalmente nueva.

En resumen, pedimos una revisión razonada y exhaustiva de los valores imperantes. La tradición francesa, incorporada en un largo temario pedagógico, nos es muy cara. Queremos conservar sus aportaciones más preciosas: su gusto por la humanidad; su respeto por la espontaneidad espiritual y la libertad; la continuidad de las formas del arte y el pensamiento que constituyen el caldo de cultivo esencial de nuestro espíritu. Pero sabemos que, para serle verdaderamente fieles, nos está exigiendo que la perpetuemos en el porvenir.

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"Si salgo de ésta, volveré a mis clases"
Marc Bloch a sus compañeros de la Resistencia.




http://blogs.sapiens.cat/socialsenxarxa



Saludos

2 comentarios:

  1. Anónimo16/8/11

    Muy buen apunte, no lo conocía y me resulta muy útil.

    Carles Sirera.

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  2. Gracias por tu comentario.
    Imaginé que, de verlo, te gustaría.

    Saludos

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