Bloch (ya tratamos sobre él aquí) discurre sobre la educación y la enseñanza en estas páginas y, pese a la distancia temporal -y espacial- que nos separa del insigne historiador e intelectual, no podemos dejar de darle la razón en prácticamente todos sus argumentos, críticas y consejos.
¿Cuándo fueron escritas estas letras? La verdad es que no lo sé con exactitud -si alguien tiene la respuesta, por favor que me saque de dudas-, pero apostaría a que no lejos del año 1940... Ya nos habla de Vichy, luego Francia ha sido derrotada por el III Reich. Éste es el año en que redactó "La extraña derrota" (libro en el cual se incluye 'Sobre la reforma de la enseñanza', en el apartado 'Escritos clandestinos', o al menos es así en la edición de que dispongo). Poco después, en 1944 -un 8 de marzo-, el profesor Marc Bloch era detenido por la Gestapo, torturado, encerrado y ejecutado el 16 de junio, junto a otros detenidos (entre ellos un menor de edad, que bien podría haber sido alumno suyo, con quien habló antes de sus muertes).
Digo que podríamos aplicar perfectamente las palabras de este gran hombre a nuestro actual sistema educativo; quizá no todo encaje al cien por cien, por supuesto que existen diferencias, pero en lo básico y profundo seguimos tropezando con los mismos errores, para perjuicio de nuestras sociedades actuales y futuras.
El subrayado es mío. Lo divido en dos entregas, ya que he copiado el texto íntegro y no es corto. Aquí lo tenéis:
SOBRE LA REFORMA DE LA ENSEÑANZA
Esta cuestión de importancia capital, que el GCE ha inscrito en su programa de trabajo, será objeto de varias notas e informes de los 'Cahiers politiques',bajo la responsabilidad de sus autores.
NOTAS EN DEFENSA DE UNA REVOLUCIÓN DE LA ENSEÑANZA
Todas las desgracias nacionales claman, primero, por un examen de conciencia; después (porque el examen de conciencia, si no propicia un esfuerzo por mejorar, no es más que una suerte de complacencia taciturna) por la elaboración de un plan de renovación. Cuando, después de la victoria inminente, los franceses nos reencontremos sobre una tierra que haya recuperado la libertad, nuestro gran deber será rehacer una Francia nueva.
De todas las reconstrucciones indispensables, la de nuestro sistema pedagógico no será la menos urgente. En la esfera tanto de la estrategia, como de la práctica administrativa o, simplemente, de la resistencia moral, el desmoronamiento se ha producido ante todo entre nuestros dirigentes, y (¿por qué no tener el valor de reconocerlo?) en una parte sustancial de nuestro pueblo; ha sido una derrota tanto de la inteligencia como del carácter. Lo que equivale a decir que, entre sus causas profundas, las deficiencias de la formación que nuestra sociedad impartía a sus jóvenes han tenido una función decisiva.
Una reforma tímida no será suficiente para enmendar estos vicios. No se le devuelve la educación a un país poniéndole parches a sus viejas rutinas. Se impone una revolución. No sucumbamos al descrédito que un régimen odioso querría arrojar sobre esta palabra, a la que ha escogido para camuflarse. En la enseñanza, como en todos los ámbitos, la pretendida revolución nacional ha oscilado constantemente entre la vuelta a las rutinas más obsoletas y la imitación servil de sistemas ajenos al talante de nuestro pueblo. La revolución que deseamos sabrá ser fiel a las tradiciones más genuinas de nuestra civilización. Y será una revolución porque impondrá novedades.
No nos llamemos a engaño: será una tarea ruda. No se hará sin desgarros. Siempre será difícil persuadir a los maestros de que los métodos que se han utilizado tanto tiempo y de manera tan concienzuda quizá no fueran los mejores posibles; a los hombres maduros, de que sus hijos se beneficiarán de recibir una educación distinta a la suya; a los antiguos alumnos de las grandes Escuelas, de que estos centros adornados del inmenso prestigio del recuerdo y la camaradería deben ser suprimidos. Pero en este caso, como en los demás, el porvenir será de los audaces; y para todos los hombres dedicados a la enseñanza, el peligro más grave está en la cómoda complacencia con las instituciones en las que se han ido creando poco a poco un nido confortable.
En unas pocas páginas resulta imposible debatir el programa de esta revolución necesaria. Su esquema preciso se trazará más adelante, si procede, y en colaboración. Por el momento me ceñiré a algunos principios rectores.
Se impone una condición preliminar, tan imperiosa que, de no cumplirse, no podrá hacerse nada serio. Es menester, tanto para la educación de sus jóvenes, como para el desarrollo permanente de la cultura en el conjunto de sus ciudadanos, que la Francia del mañana sepa gastar incomparablemente más de lo que ha gastado hasta la fecha.
En este sentido, dos episodios de la preguerra han marcado brutalmente la actitud de los elementos que la derrota iba a izar al poder y que la victoria destronará pronto. Cuando era ministro de la "Prosperidad", André Tardieu elaboró un amplio programa de "equipamiento nacional", en el que comenzaba por proscribir, lisa y llanamente, de dicho equipamiento nacional cualquier dotación científica (más tarde, si no me equivoco, un arrepentimiento de última hora hizo que se incluyeran en el presupuesto algunos créditos para los laboratorios, pues, después de todo, la 'Schwerindustrie' no puede ignorar por completo que los técnicos sirven para algo; las bibliotecas, en cambio, siguieron sumidas en el olvido: ¿algún "realista" se ha preocupado por los libros?). Cuando era ministro de la "Gran Penitencia", Pierre Laval, deseoso ante todo de habérselas con los salarios, aunque fuera de carambola, decidió efectuar unos oscuros recortes en los gastos de la República, y pudimos comprobar que, de todos los gobiernos civilizados, el de Francia era el único que hacía extensivo este ahorro a las obras de la inteligencia. "Lo que siempre nos ha llamado la atención de sus gobernantes -me dijo un día un amigo noruego-, es el escaso interés que atribuyen a las cosas del espíritu." Una sentencia terrible. Desearíamos dejar de merecerla de una vez por todas...
De modo que nos harán falta nuevos recursos. Para nuestros laboratorios. Para nuestras bibliotecas probablemente aún más, pues hasta ahora han sido las grandes víctimas (las bibliotecas sabias, pero también las llamadas populares, cuyo miserable estado, comparado con lo que ofrecen Inglaterra, América e incluso Alemania,es una de las vergüenzas más inconfesables de nuestro país. ¿Quién ha logrado hojear el catálogo de la biblioteca de una ciudad grande sin sentirse invadido por la melancolía?, ¿quién ha visitado la biblioteca de una ciudad de provincias sin constatar la reducción progresiva de sus compras, la decadencia de la cultura desde hace unos cincuenta años? La burguesía llamada ilustrada ya no lee apenas; y no se da ocasión a que los libros tienten a quienes, por proceder de medios menos acomodados, estarían encantados de poder leer).
¿Cuándo fueron escritas estas letras? La verdad es que no lo sé con exactitud -si alguien tiene la respuesta, por favor que me saque de dudas-, pero apostaría a que no lejos del año 1940... Ya nos habla de Vichy, luego Francia ha sido derrotada por el III Reich. Éste es el año en que redactó "La extraña derrota" (libro en el cual se incluye 'Sobre la reforma de la enseñanza', en el apartado 'Escritos clandestinos', o al menos es así en la edición de que dispongo). Poco después, en 1944 -un 8 de marzo-, el profesor Marc Bloch era detenido por la Gestapo, torturado, encerrado y ejecutado el 16 de junio, junto a otros detenidos (entre ellos un menor de edad, que bien podría haber sido alumno suyo, con quien habló antes de sus muertes).
Digo que podríamos aplicar perfectamente las palabras de este gran hombre a nuestro actual sistema educativo; quizá no todo encaje al cien por cien, por supuesto que existen diferencias, pero en lo básico y profundo seguimos tropezando con los mismos errores, para perjuicio de nuestras sociedades actuales y futuras.
El subrayado es mío. Lo divido en dos entregas, ya que he copiado el texto íntegro y no es corto. Aquí lo tenéis:
SOBRE LA REFORMA DE LA ENSEÑANZA
Esta cuestión de importancia capital, que el GCE ha inscrito en su programa de trabajo, será objeto de varias notas e informes de los 'Cahiers politiques',bajo la responsabilidad de sus autores.
NOTAS EN DEFENSA DE UNA REVOLUCIÓN DE LA ENSEÑANZA
Todas las desgracias nacionales claman, primero, por un examen de conciencia; después (porque el examen de conciencia, si no propicia un esfuerzo por mejorar, no es más que una suerte de complacencia taciturna) por la elaboración de un plan de renovación. Cuando, después de la victoria inminente, los franceses nos reencontremos sobre una tierra que haya recuperado la libertad, nuestro gran deber será rehacer una Francia nueva.
De todas las reconstrucciones indispensables, la de nuestro sistema pedagógico no será la menos urgente. En la esfera tanto de la estrategia, como de la práctica administrativa o, simplemente, de la resistencia moral, el desmoronamiento se ha producido ante todo entre nuestros dirigentes, y (¿por qué no tener el valor de reconocerlo?) en una parte sustancial de nuestro pueblo; ha sido una derrota tanto de la inteligencia como del carácter. Lo que equivale a decir que, entre sus causas profundas, las deficiencias de la formación que nuestra sociedad impartía a sus jóvenes han tenido una función decisiva.
Una reforma tímida no será suficiente para enmendar estos vicios. No se le devuelve la educación a un país poniéndole parches a sus viejas rutinas. Se impone una revolución. No sucumbamos al descrédito que un régimen odioso querría arrojar sobre esta palabra, a la que ha escogido para camuflarse. En la enseñanza, como en todos los ámbitos, la pretendida revolución nacional ha oscilado constantemente entre la vuelta a las rutinas más obsoletas y la imitación servil de sistemas ajenos al talante de nuestro pueblo. La revolución que deseamos sabrá ser fiel a las tradiciones más genuinas de nuestra civilización. Y será una revolución porque impondrá novedades.
No nos llamemos a engaño: será una tarea ruda. No se hará sin desgarros. Siempre será difícil persuadir a los maestros de que los métodos que se han utilizado tanto tiempo y de manera tan concienzuda quizá no fueran los mejores posibles; a los hombres maduros, de que sus hijos se beneficiarán de recibir una educación distinta a la suya; a los antiguos alumnos de las grandes Escuelas, de que estos centros adornados del inmenso prestigio del recuerdo y la camaradería deben ser suprimidos. Pero en este caso, como en los demás, el porvenir será de los audaces; y para todos los hombres dedicados a la enseñanza, el peligro más grave está en la cómoda complacencia con las instituciones en las que se han ido creando poco a poco un nido confortable.
En unas pocas páginas resulta imposible debatir el programa de esta revolución necesaria. Su esquema preciso se trazará más adelante, si procede, y en colaboración. Por el momento me ceñiré a algunos principios rectores.
Se impone una condición preliminar, tan imperiosa que, de no cumplirse, no podrá hacerse nada serio. Es menester, tanto para la educación de sus jóvenes, como para el desarrollo permanente de la cultura en el conjunto de sus ciudadanos, que la Francia del mañana sepa gastar incomparablemente más de lo que ha gastado hasta la fecha.
En este sentido, dos episodios de la preguerra han marcado brutalmente la actitud de los elementos que la derrota iba a izar al poder y que la victoria destronará pronto. Cuando era ministro de la "Prosperidad", André Tardieu elaboró un amplio programa de "equipamiento nacional", en el que comenzaba por proscribir, lisa y llanamente, de dicho equipamiento nacional cualquier dotación científica (más tarde, si no me equivoco, un arrepentimiento de última hora hizo que se incluyeran en el presupuesto algunos créditos para los laboratorios, pues, después de todo, la 'Schwerindustrie' no puede ignorar por completo que los técnicos sirven para algo; las bibliotecas, en cambio, siguieron sumidas en el olvido: ¿algún "realista" se ha preocupado por los libros?). Cuando era ministro de la "Gran Penitencia", Pierre Laval, deseoso ante todo de habérselas con los salarios, aunque fuera de carambola, decidió efectuar unos oscuros recortes en los gastos de la República, y pudimos comprobar que, de todos los gobiernos civilizados, el de Francia era el único que hacía extensivo este ahorro a las obras de la inteligencia. "Lo que siempre nos ha llamado la atención de sus gobernantes -me dijo un día un amigo noruego-, es el escaso interés que atribuyen a las cosas del espíritu." Una sentencia terrible. Desearíamos dejar de merecerla de una vez por todas...
De modo que nos harán falta nuevos recursos. Para nuestros laboratorios. Para nuestras bibliotecas probablemente aún más, pues hasta ahora han sido las grandes víctimas (las bibliotecas sabias, pero también las llamadas populares, cuyo miserable estado, comparado con lo que ofrecen Inglaterra, América e incluso Alemania,es una de las vergüenzas más inconfesables de nuestro país. ¿Quién ha logrado hojear el catálogo de la biblioteca de una ciudad grande sin sentirse invadido por la melancolía?, ¿quién ha visitado la biblioteca de una ciudad de provincias sin constatar la reducción progresiva de sus compras, la decadencia de la cultura desde hace unos cincuenta años? La burguesía llamada ilustrada ya no lee apenas; y no se da ocasión a que los libros tienten a quienes, por proceder de medios menos acomodados, estarían encantados de poder leer).
Para nuestras empresas de investigación. Para nuestras universidades, nuestros liceos y nuestras escuelas, donde conviene que entren la higiene y la alegría: la juventud tiene derecho a dejar de estar confinada entre muros leprosos, en la oscuridad de sórdidas mazmorras. También nos harán falta recursos, digámoslo sin tapujos, para dar a nuestros maestros, en todos sus grados, una existencia no lujosa (la Francia con la que soñamos no es una Francia del lujo), pero sí suficientemente despreocupada de las mezquinas angustias materiales, bastante protegida contra la necesidad de buscar medios de sustento accesorios, para que estos hombres puedan abordar sus tareas de enseñanza o de investigación científica con un espíritu completamente libre, que no deje en ningún momento de refrescarse en las fuentes vivas del arte o de la ciencia.
Pero estos sacrificios indispensables serían vanos si no se hicieran en pro de una enseñanza totalmente rejuvenecida.
Una palabra, una palabra odiosa, resume una de las taras más perniciosas del actual sistema: `bachotage' (preparación acelerada e intensiva de exámenes). En efecto, donde menos profundamente ha calado este veneno ha sido en la enseñanza primaria: aunque me temo que también en ella ha penetrado. La enseñanza secundaria, la de las universidades y las grandes escuelas están absolutamente infectadas.
"Bachotage". Dicho de otro modo, temor al examen y a la clasificación. Aún peor: lo que no debía ser más que un revulsivo, destinado a poner a prueba el valor de la educación, se convierte en un fin en sí mismo, hacia el cual se acaba orientando todo el proceso educativo. Ya no se invita a los niños o los estudiantes a adquirir los conocimientos cuya solidez se evaluará, mejor o peor, mediante un examen. A lo que se les invita es a preparar el examen. De igual modo, un perro sabio no es un perro que sabe muchas cosas, sino un perro que ha sido entrenado a imitar, mediante algunos ejercicios escogidos de antemano, la ilusión del saber. "Logrará usted seguramente el título el año próximo -decía ingenuamente un juez de un tribunal de agregaduría a uno de mis estudiantes-, este año todavía no está usted lo bastante preparado para el concurso". Durante los veinte últimos años, este mal ha causado espantosos estragos. Nuestros estudiantes de licenciatura tropiezan de certificado en certificado. Desde la revolución nacional, ya no se entra en la abogacía sin un examen suplementario. Algunos liceos han organizado, interrumpiendo con ello el ritmo regular de los estudios, un examen de "prebachillerato". En las librerías médicas de París se venden, ya preparadas, preguntas para acceder a la categoría de interno, que no hay más que aprender de memoria. Algunas instituciones privadas han desglosado los programas tema a tema y se jactan de haberlo hecho con tanta exactitud que a la mayoría de sus candidatos sólo les plantean preguntas ya tratadas y corregidas. De arriba abajo de la escala, la atracción de los futuros exámenes ejerce un efecto indudable. En detrimento de su instrucción, en ocasiones de su salud, un sinfín de niños asiste demasiado jóvenes a unas clases concebidas originalmente para personas de mayor edad, porque hay que evitar a cualquier precio el posible retraso que más adelante les impediría cumplir el límite de edad fijado por tal o cual gran Escuela. "Todos nuestros temarios científicos de enseñanza secundaria -me dijo un físico-, están concebidos en función del de la Escuela Politécnica". Y, en los liceos o colegios, los exámenes constantes alientan menos la emulación, por otra parte mal entendida, que la aptitud para el trabajo apresurado, que padecerán más tarde nuestros miserables adolescentes, en plena canícula, en aulas recalentadas.
No creo que sea necesario insistir en los inconvenientes intelectuales de semejante manía examinatoria. Pero no estoy tan seguro de que sus consecuencias morales se hayan percibido con idéntica claridad: el temor ante cualquier iniciativa, tanto por parte de los maestros como de los estudiantes; la negación de la curiosidad; el culto del éxito, que ha suplantado al gusto por el conocimiento; una especie de temor perpetuo y de hosquedad cuando lo que debería imperar es la alegría desenfadada de aprender; la fe en la suerte (pues estos exxámenes, al margen de cómo los perciban los examinadores, son por naturaleza aleatorios: recordemos si no la terrible y sorprendente encuesta de Piéron y Laugier, que tan sabiamente acallaron los jefes de la Universidad: entre un corrector y otro, e incluso entre las manos del mismo corrector, de un día a otro, la conclusión fue que se producían variaciones sumamente inquietantes en las notas); y, por último, un factor infinitamente más grave, la fe en el fraude. Pues en nuestras clases se "copia" los días de las pruebas escritas, se copia en nuestras aulas de examen, se copia con mucha mayor frecuencia y con mucho más exito de lo que las autoridades quieren reconocer oficialmente. Es cierto, estoy al tanto, todavía subsisten, gracias a Dios, personas honestas. Admito incluso que son numerosas. Tienen mucho mérito. "Cómo habrás copiado de bien": así fue como un alumno conocido, que acababa de sacar el primer puesto en un examen y lo había logrado sin trampas, fue increpado, con un tono de admiración atroz, por uno de sus camaradas. ¿Es ésta la atmósfera en la que debe formarse la juventud?
Pero estos sacrificios indispensables serían vanos si no se hicieran en pro de una enseñanza totalmente rejuvenecida.
Una palabra, una palabra odiosa, resume una de las taras más perniciosas del actual sistema: `bachotage' (preparación acelerada e intensiva de exámenes). En efecto, donde menos profundamente ha calado este veneno ha sido en la enseñanza primaria: aunque me temo que también en ella ha penetrado. La enseñanza secundaria, la de las universidades y las grandes escuelas están absolutamente infectadas.
"Bachotage". Dicho de otro modo, temor al examen y a la clasificación. Aún peor: lo que no debía ser más que un revulsivo, destinado a poner a prueba el valor de la educación, se convierte en un fin en sí mismo, hacia el cual se acaba orientando todo el proceso educativo. Ya no se invita a los niños o los estudiantes a adquirir los conocimientos cuya solidez se evaluará, mejor o peor, mediante un examen. A lo que se les invita es a preparar el examen. De igual modo, un perro sabio no es un perro que sabe muchas cosas, sino un perro que ha sido entrenado a imitar, mediante algunos ejercicios escogidos de antemano, la ilusión del saber. "Logrará usted seguramente el título el año próximo -decía ingenuamente un juez de un tribunal de agregaduría a uno de mis estudiantes-, este año todavía no está usted lo bastante preparado para el concurso". Durante los veinte últimos años, este mal ha causado espantosos estragos. Nuestros estudiantes de licenciatura tropiezan de certificado en certificado. Desde la revolución nacional, ya no se entra en la abogacía sin un examen suplementario. Algunos liceos han organizado, interrumpiendo con ello el ritmo regular de los estudios, un examen de "prebachillerato". En las librerías médicas de París se venden, ya preparadas, preguntas para acceder a la categoría de interno, que no hay más que aprender de memoria. Algunas instituciones privadas han desglosado los programas tema a tema y se jactan de haberlo hecho con tanta exactitud que a la mayoría de sus candidatos sólo les plantean preguntas ya tratadas y corregidas. De arriba abajo de la escala, la atracción de los futuros exámenes ejerce un efecto indudable. En detrimento de su instrucción, en ocasiones de su salud, un sinfín de niños asiste demasiado jóvenes a unas clases concebidas originalmente para personas de mayor edad, porque hay que evitar a cualquier precio el posible retraso que más adelante les impediría cumplir el límite de edad fijado por tal o cual gran Escuela. "Todos nuestros temarios científicos de enseñanza secundaria -me dijo un físico-, están concebidos en función del de la Escuela Politécnica". Y, en los liceos o colegios, los exámenes constantes alientan menos la emulación, por otra parte mal entendida, que la aptitud para el trabajo apresurado, que padecerán más tarde nuestros miserables adolescentes, en plena canícula, en aulas recalentadas.
No creo que sea necesario insistir en los inconvenientes intelectuales de semejante manía examinatoria. Pero no estoy tan seguro de que sus consecuencias morales se hayan percibido con idéntica claridad: el temor ante cualquier iniciativa, tanto por parte de los maestros como de los estudiantes; la negación de la curiosidad; el culto del éxito, que ha suplantado al gusto por el conocimiento; una especie de temor perpetuo y de hosquedad cuando lo que debería imperar es la alegría desenfadada de aprender; la fe en la suerte (pues estos exxámenes, al margen de cómo los perciban los examinadores, son por naturaleza aleatorios: recordemos si no la terrible y sorprendente encuesta de Piéron y Laugier, que tan sabiamente acallaron los jefes de la Universidad: entre un corrector y otro, e incluso entre las manos del mismo corrector, de un día a otro, la conclusión fue que se producían variaciones sumamente inquietantes en las notas); y, por último, un factor infinitamente más grave, la fe en el fraude. Pues en nuestras clases se "copia" los días de las pruebas escritas, se copia en nuestras aulas de examen, se copia con mucha mayor frecuencia y con mucho más exito de lo que las autoridades quieren reconocer oficialmente. Es cierto, estoy al tanto, todavía subsisten, gracias a Dios, personas honestas. Admito incluso que son numerosas. Tienen mucho mérito. "Cómo habrás copiado de bien": así fue como un alumno conocido, que acababa de sacar el primer puesto en un examen y lo había logrado sin trampas, fue increpado, con un tono de admiración atroz, por uno de sus camaradas. ¿Es ésta la atmósfera en la que debe formarse la juventud?
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